Me faltaba sazón

Publicado originalmente bajo el título “Pensaba erróneamente”, en mi diario titulado: “Un poco de lo que siento y deseo” (2016).

¿Usted ha leído El Principito, obra de Antoine de Saint-Exupery? Yo lo leí por primera vez durante mi temprana adolescencia. Después lo volví a leer durante mi adultez, porque antes no comprendía la admiración que las personas a mi alrededor expresaban por ese libro. Solo recordaba la historia de un niño irritante que no contestaba preguntas, y una bella flor demasiado egocéntrica para mi nivel de tolerancia.

Cuando lo volví a leer, internalicé de golpe que los años no pasan en vano; que la vida nos deja historias y demasiadas preguntas sin respuestas. Casi lloro en mi travesía con el pequeño príncipe y tomé muchas siestas bajo la sombra del árbol de la melancolía. Era, y es, un buen libro. A quien le faltaba sazón no era al libro, sino a mí.

La lección de que la falta de experiencias propias puede privar de visión y de buen juicio no me ha dejado hasta hoy. El respeto por las canas del conocimiento y la experiencia ajena me permiten dejar una gran ventana abierta para el aprendizaje continuo.

En este ejercicio, me he topado en la vida con muchos que hablan de un tal Jesús de Nazaret; algunos por su propia experiencia con Él y otros por las evidencias que dejó en la historia. Los adjetivos que usan, el tono en que escriben, sus palabras para comunicar la impresión que dejó Jesús en sus vidas… Todo eso me deja con la convicción de que he vuelto a mis 13 años de ignorancia.

Muchos se refieren a Él como el Gran Maestro. Y algunos exponen las razones: por su retórica, su elocuencia, su carisma… Pero algo en mí me dice que hay algo más.

¿Lo describiría yo, ahora, como mi Gran Maestro? ¿Me deja estupefacta su sensacional habilidad didáctica? ¿Cuáles son sus tres mayores lecciones para mi vida? Y no hablo de lo que un Ser Eterno, Omnisciente y Todopoderoso puede “llevarme a entender” a través de los sinsabores durante mi corta existencia. No hablo de las lecciones que cualquiera pudiera encontrar en un libro de autoayuda o consejería, ni escuchando a un maestro de escuela bíblica, o a un psicólogo profesional.

Lo que me pregunto realmente es: si es tan real (como sé que lo es), ¿conozco a este Jesús como otros lo han conocido? ¿Lo puedo verdaderamente valorar como leo que otros lo valoran? En una escala del 1 al 10, sinceramente, ¿qué puntuación le daría como Maestro, y qué dice eso de mí como su estudiante?

Me pasa lo mismo cuando leo sobre su excelso poder y de su autoridad sobre la naturaleza y los espíritus. También me gasto pensando en si he encontrado o no, realmente, su mirada compasiva, sus ojos frente a los míos traspasando mi alma como a la de Pedro después de que lo negó.

Leo que en el Getsemaní su sudor era como gotas de sangre (cf. Lc. 22:44); y la ciencia me ofrece una explicación para ello. Me hablan de su lección de amor a través de su viacrucis, de su perseverancia y su fidelidad. Pero no es suficiente para mí solamente saberlo. ¡Quién produjera en mí tanta fidelidad por amor! ¡Descríbanme qué sentía en su corazón con palabras que yo entienda! Y, ¿qué inspiraba su presencia allí que ninguno de los testigos le consoló? Ángeles descendieron a hacerlo ellos mismos.

Por su compasión sanó enfermos; aún aquellos que en su necesidad plagados de gérmenes y podredumbre luchaban por tocarle (cf. Mr. 3:10). Lo perseguían importunamente hasta su casa, por los caminos, a la hora de almuerzo, a la hora de la cena… Por su compasión, alimentó también a multitudes, miles de hambrientos que por escucharlo dejaron de trabajar, de comprar alimento, de planificar… ¡¿Quién me concediera dos minutos de su discurso con su voz, con su fuerza, su corazón, su mirada, su presencia?! No que otro me lo relate, no que me lo lean; quisiera haber estado allí. ¿Yo también hubiera dejado de hacer mis cosas por escucharlo a Él?

Y si era tan bueno este Jesús, ¿por qué cambiarlo por Barrabás tres años después? ¿Por qué gritaron desenfrenadamente que lo crucificaran? Y si fue por la influencia de los demonios, ¿cómo estos lograron convencer a esta multitud que se alimentó poco tiempo antes por su mano en las multiplicaciones milagrosas? ¿Creerían en verdad que era un blasfemo? “Quítenle la vida a ese que dice que ama a su Padre Dios, y que también sanó a mi tía de lepra, y que resucitó a mi amiga Julia, y me dio de comer panes y peces cuando embelesado con su discurso olvidé comprar comida mientras me satisfacía el alma sedienta con sus palabras como río de vida; sí, definitivamente, merece morir.” Qué absurda tragedia, que incomprensible realidad.

Puedo gastar todas las horas de mi vida hablando de lo mucho que me falta por conocer de Jesús. No lo quiero hacer más. Porque también tengo que admitir que a pesar de esto, siento que lo amo. ¿Por qué es esto? Lo amo, y apenas estoy mirándolo como en un horizonte lejano.

En vez de lamentarme por lo poco que sé, me motivo deseando aprender más de Él. Escojo gastarme la vida que me queda procurando conocerlo más, buscándolo con mi corazón hambriento por sus palabras cada hora que me queda. Prefiero amarle con profundo agradecimiento por lo que sé que ha hecho por mí, y por lo que Él es ahora para mí.

Quizás haya fracasado como estudiante en comparación con el potencial que tendría un buen discípulo con tan buen Maestro; pero como esclava comprada a precio de sangre, esa sangre no fue derramada en vano por mí. Quizás no pueda llegar a ser un alto árbol de robustas ramas y sombra ancha; pero puedo ser una higuera humilde que dé frutos de gracia todo el año, que alimente a los pobres desprovistos de esperanza.

Quizás sea tarde para convertirme en otro Pablo o en el amado Juan; pero puedo ser de los anónimos que vivieron en cuevas, pero que por fe dejaron tales huellas que merecieron ser reconocidos por el mismo Dios.

Quizás no podré ser traspuesta como Enoc, pero puedo ser puesta en honra por mi Padre celestial. Quizás no alcance el honor de Daniel, pero puedo arriesgar mi vida como Ester si no me olvido de quién soy en Cristo.

Puedo gastarme lamentándome por lo que me falta de Dios y por lo que no he logrado, por mis errores y fracasos en mi jornada por el camino estrecho hacia el cielo. Pero prefiero consolarme mirando que a mi lado queda Uno que es Uno con el que busca mi alma. Uno que me enseña qué puedo hacer cada hoy para acercarme a Cristo. Uno que toma del Padre y me lo da a mí. Uno que también es Dios, que hace que el Jesús lejano me pueda mirar y yo también a Él, desde aquí. Uno que no me deja rendir, que me consuela. Uno, que cuando me arrodillo delante de Él, y lloro, me abraza, y me abraza el Padre y me abraza Jesús. Y sé que esta experiencia otros no la tienen, a otros les falta. ¡Ojalá tuviesen esta misma fe y esperanza que yo! Porque aun en la tristeza estuvieran felices, y en el apuro no perderían la fe; en la soledad no se sentirían solos, y en el peligro no se sentirían desamparados.

Me falta mucho por conocer de Dios, ¡pero su altura sobrepasa los cielos y su anchura es más que el mar! Aun así se deja abrazar por brazos cortos como los míos. Amo la grandeza de mi Dios.

Puede enviar sus comentarios a: enidtc.blog@gmail.com

Enid: 2016-2017

About Enid

Escribo sobre dos mesas de trabajo: historias de mi sobrino con autismo, y reflexiones sobre lo que es ser cristiano. No soy experta, pero comparto lo que a NIH le hace feliz, y lo que a mí me apasiona sobre mi Señor.
This entry was posted in Reflexiones and tagged , , , , , , . Bookmark the permalink.

1 Response to Me faltaba sazón

  1. Pingback: El cristiano, el sufrimiento y la muerte | Enid & NIH

Comentarios / Leave a Reply

Fill in your details below or click an icon to log in:

WordPress.com Logo

You are commenting using your WordPress.com account. Log Out /  Change )

Facebook photo

You are commenting using your Facebook account. Log Out /  Change )

Connecting to %s

This site uses Akismet to reduce spam. Learn how your comment data is processed.