¿Es realmente buena la muerte de algún ser humano, aunque sea en nombre de la justicia?
La noche del 2 de mayo de 2011, Barak Obama, el anterior Presidente de Estados Unidos, anunció a su nación la ejecución de Osama bin Laden, quien para ese entonces era el líder de al Qaeda, un grupo terrorista al que se le atribuye el ataque a las Torres Gemelas estadounidenses el 11 de septiembre de 2001, además de otros crímenes atroces.
En su discurso, el presidente Obama dijo que este día era “[…] a good and historic day for both of our nations” (un día bueno e histórico para ambas naciones)*, refiriéndose a la nación americana y a la paquistaní. También, recuerdo cómo en las noticias televisivas parafraseaban las palabras del Presidente, diciendo: “Today is a good day for America”.
Antes de proseguir, aclaro enfáticamente que no estoy de acuerdo con el terrorismo, con la injusticia, con el maltrato, ni con ningún acto en que con intención y alevosía se le haga daño físico, mental o emocional a ninguna persona o grupo, independientemente de sus creencias. Hacer bien a todos, amar a los enemigos, poner la otra mejilla… (cf. Gá. 6:10, Mt. 5:44, Lc. 6:29), son algunos de los baluartes principales del cristianismo (aunque muchos cristianos contemporáneos lo hayan olvidado).
Ahora, confieso que desde que escuché la noticia hace años, recuerdo con dolor en mi alma la alegría y celebración por la muerte de Osama bin Laden. Mientras un grupo celebra, siempre otro grupo se lamenta por haber perdido a alguien que representaba sus intereses. Pero no sufro en el mismo sentido en que éstos sufren.
Lloro, porque el que sea “necesaria” la muerte de un hombre o mujer para que haya paz o se haga justicia, habla tan mal de la raza humana… Lloro, porque siempre que se celebra la muerte de un ser humano, en alguien se satisface la sed de venganza; en alguien nunca nacerá el perdón, en otros nunca nació ni nacerá el arrepentimiento. Lloro, porque el que gente tenga que morir, en cualquier guerra, significa que hay maldad, que hay odio y rencor, amargura, insensibilidad.
Lloro, porque en tantas mentes yace olvidada la realidad de que hay otra vida después de la muerte física. Una vida que puede ser agradable o desagradable, dependiendo de cómo hayamos vivido en la tierra; y lo mejor — o peor — es que será para siempre.
Dios, el Creador, nos da la oportunidad de vivir, una sola vez, como peregrinos en la tierra de lo tangible (como yo le llamo), donde todas las cosas las sentimos o percibimos a través del cuerpo físico, que es el asiento de nuestra alma inmortal. Pero a pesar de que vivimos en el cuerpo, los atributos del Dios invisible, su eterno poder y divinidad, se pueden entender a través de lo que Él ha creado, para dejarnos sin excusa en el día postrero. Todos moriremos, y luego viviremos de acuerdo a la fe (y las obras producto de la fe) que hayamos abrazado.
“Porque no quiero la muerte del que muere, dice Jehová el Señor; convertíos, pues, y viviréis” (Ez. 18:32, RVR 1960).
Dios no quiere la muerte del que muere en pecado; y el pecado no es otra cosa sino la desobediencia a su ley; y sí, en el tiempo de la Gracia también tenemos ley: la ley de la libertad (cf. Stg. 1:25, 2:12), en la cual no hay lugar para el odio, la inmoralidad, el maltrato, el egoísmo, la maledicencia…
Así que, ciertamente no apruebo los actos terroristas, como tampoco apruebo los homicidios por el odio (porque el que aborrece a su hermano es homicida, cf. 1 Jn. 3:15), ni tampoco justifico al que no perdona (porque no tendrá el perdón de Dios, cf. Mt. 6:15), ni tampoco al que adultera (cf. Hb. 13:4), ni apruebo nada que transgreda la ley de Dios.
¿Y quién soy yo para aprobar o desaprobar? Pues, yo soy quien tiene que velar por su propia alma, quien tiene que escapar por su propia vida. En este sentido, apruebo o no, condeno o no, las acciones y decisiones que tome yo misma, por causa de mi propia conciencia. Y velo por no condenarme a mí misma con lo que apruebo, como aconseja el apóstol de los gentiles: “La fe que tú tienes, tenla conforme a tu propia convicción delante de Dios. Dichoso el que no se condena a sí mismo en lo que aprueba” (Ro. 14:22, RVR 1960).
Así que, juzgo y condeno lo que es transgresión según la ley divina plasmada en la Biblia. Pero no por causa de los demás, sino como atalaya de mi propia alma. Y como quien no quiere que nadie se pierda, anuncio a otros desde mi alcázar: ¡eso es pecado!, ¡huye y escapa por tu propia vida!
Que el malo muera puede ser justo; pero que un hombre malo y pecador muera, tampoco debe ser motivo de alegría. Porque si Dios mismo no se alegra, y Él es quien en su justicia los envía al infierno, ¿por qué me voy alegrar yo? Dios conoce lo que le espera al ser humano que muere sin previo arrepentimiento. Es tan y tan terrible, que envió a su Hijo para librarnos de esa condenación.
Y fue respecto a este Hijo de Dios que reunidos los religiosos de su época, se confabularon para matarle (les refiero a la historia bíblica en Juan 11). Para el colmo de males — al menos según ellos — Jesús recientemente había resucitado un muerto, y la noticia estaba trascendiendo fronteras. Muy preocupados porque los judíos apostataran de su fe, yéndose tras este Profeta, los principales sacerdotes y fariseos querían darle muerte. Pero el sumo sacerdote de turno, de nombre Caifás, dijo:
“Vosotros no sabéis nada; ni pensáis que nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca.” (Jn. 11:49b-50, RVR 1960)
Esto lo dijo sin creer en la divinidad de Jesús, sin saber que ciertamente Jesús moriría por la nación judía y también por todos los demás que creyeran en Él, dándoles en recompensa el derecho de ser hijos de Dios (cf. Jn. 1:12, 11:51-52).
Así que, cuando único ha sido verdaderamente productiva la muerte de un hombre, no solamente para una familia, una nación y una cultura, fue la muerte de Jesús Hombre, por cuya muerte y resurrección recibimos vida eterna en el cielo todos los que creemos en Él (cf. Jn. 3:16); y esto, no solamente para unos pocos, sino para todos aquellos en cada rincón de la tierra donde sea escuchado su Nombre y creído.
La muerte de Osama bin Laden puede haber sido justa, independientemente de quién la ejecutara; celebrada por muchos, aborrecida por otros. Pero solamente la muerte de Jesús trajo consigo una bendición duradera, redentora; que unida a su resurrección y al anuncio de su nuevo pacto con los gentiles, trajo consigo el inicio de un tiempo o período que llamamos Gracia, durante el cual somos salvos por medio de la fe en Él y por las obras producto de esa fe. Este anuncio sí me alegra, y me obliga a someter mi orgullo, para entristecerme con los que se entristecen, sin alegrarme por los que mueren sin esta esperanza bienaventurada.
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*Phillips, Macon (2 de mayo de 2011). Osama Bin Laden Dead, The White House: Barak Obama. Recuperado de: https://obamawhitehouse.archives.gov/blog/2011/05/02/osama-bin-laden-dead
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