Ver las imágenes de tantas personas huyendo de Siria, escapando por sus vidas, es estremecedor, compunge el corazón. Pensando en esto, ¿no ha reflexionado usted sobre qué es lo más importante de nuestra existencia? ¿Qué será más importante que la vida misma? “Por lo menos estamos vivos”, se oyen decir, aunque no puedan esconder sus lágrimas por haberlo perdido todo; literalmente, todo lo demás.

“Y también todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución”. (2 Timoteo 3:12, RVR 1960)
Los primeros cristianos (años 100 al 313 d.C., aprox.) eran perseguidos, encarcelados y hasta muertos. Sin embargo, crecían en número como la espuma. ¿Por qué las personas decidían convertirse al cristianismo, ¡si en ello se les iba la vida!?
Durante el primer siglo, a los judíos que se convertían al cristianismo se les tenía por herejes y blasfemos, pecados por los cuales podían ser hasta muertos; eran expulsados de las sinagogas, rechazados por sus familiares y excluidos de la comunidad. Por un tiempo, el estado les daba igual derecho que a los judíos, pero después de la destrucción de Jerusalén en el año 70, quedaron desprotegidos. Emperadores como el gran Marco Aurelio (quien reinó de 161 a 180), cometieron crímenes atroces contra los cristianos.
Los primeros cristianos, viniesen o no de entre los judíos o gentiles, eran tenidos como sospechosos de ejercer ritos lascivos en sus reuniones, porque obligados por la persecución, se escondían de madrugada o en las noches a hacer sus cultos. O de subversivos, pues, servían a un “Rey” que no era el emperador, a los pies de cuya estatua no le arrojaban el incienso acostumbrado en señal de adoración y lealtad.
Estos son solo ejemplos de los problemas que tenían que enfrentar los primeros cristianos; a consecuencia de su devoción, eran arrojados a los leones, encendidos en hogueras, perseguidos, calumniados y maltratados. Sin embargo, muchos perseveraron y murieron como mártires; y cada vez más y más profesos se añadían al cuerpo místico de Cristo, llamado Iglesia. ¿Por qué?
El anciano Policarpo (155 d.C.), obispo de Esmirna, expresó delante de sus verdugos cuando le exigían que maldijera el nombre de Jesucristo: “Ochenta y seis años le he servido y todo lo que me ha hecho es bien, ¿cómo podría maldecirle? ¡Mi Señor y Salvador!” (Hurlbut, 1999). Habiendo dicho esto, lo quemaron vivo en la hoguera. Otros no vivieron tantos años, pero tuvieron el mismo final.

Lucas 14:26: “Si alguno viene a mí, y no aborrece* a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo.”
*En el sentido de indiferencia en comparación a su actitud hacia Dios, cf. versión AMP; amar a Dios más que a ellos, cf. versión DHH.
¿Por qué aceptar vivir conforme a una fe que puede costarle a uno la vida? No puedo decir qué responderían otros de otra fe, los cuales también están dispuestos a dar su vida por lo que creen. Pero sí puedo decir por qué yo estoy dispuesta a dar mi vida por Cristo. No es la única razón, pero es la que comparto hoy.
Es porque la vida es lo más importante. Pero no tanto la vida en la tierra, que es pasajera, efímera. Aunque es hermosa como una flor, cual flor también perece prontamente, marchitada por los elementos que la azotan. Pero la vida que promete Cristo Jesús, esa es la vida verdadera: agradable y eterna. No es un sueño o un estado de inactividad. No es un paraíso de cuentos, sin acción, sin retos, sin misión, sin propósito. Es una vida nueva, agradablemente misteriosa, llena de actividad y de propósito. Es una vida sin final en una ciudad incorruptible, sin enemigos que puedan invadir, vencer ni conquistar. Allá es donde está mi corazón; allá está mi Patria.
Y por estar allá doy la vida ahora, derramándome como libación sobre un sacrificio, deseando que el fuego de Dios consuma lo inmolado como señal de aceptación y de paz.
Medito en esto, y siento grande indignación y tristeza, porque escucho creyentes cristianos quejándose por el fuego de la prueba; a líderes de grandes masas quejándose porque Dios permitió que sus hijos nacieran enfermos, o porque murió un familiar cercano, o porque tienen miedo de perder las ganancias de sus negocios… Tienen miedo de pasar hambre, de ser criticados, de ser diferentes. ¡Cómo distan sus almas del reflejo del Cristo en los primeros cristianos! Porque todavía hay quienes buscan al Señor por los panes y peces, en vez de por el regalo de la vida eterna que motivó su misión en la tierra.
Los sirios, amados sirios, huyen para escapar por su vida. Porque la vida es lo más preciado, lo más importante. Lo es. Es en esta vida cuando tenemos la única oportunidad de creer que estamos a un paso, a una noche, de la vida eterna. Que en cualquier momento la muerte puede llegar, autoritaria, con una misión que va a cumplir. Es en esta vida cuando adquirimos el pasaje para la próxima, la vida eterna, la que vale más que el oro, que el mundo, que todo lo que hay en él.
Ojalá se buscara alcanzar la vida eterna en el cielo con el mismo empeño con el que se trata de conservar esta vida pasajera en la tierra. (cf. Lc 14:26)
Bibliografía:
Hurlbut, Jesse Lyman (1999). Historia de la Iglesia Cristiana. EEUU: Editorial Vida. ISBN 0-8297-2003-0
Mears, Henrieta C. (1979). Lo que nos dice la Biblia. FL, EEUU: Editorial Vida. ISBN 0-8297-0485-X
Pearlman, Myer (1995). A través de la Biblia Libro por Libro. FL, EEUU: Editorial Vida. ISBN 0-8297-0512-0
Tenney, Merrill C. (1989). Nuestro Nuevo Testamento. EE.UU.: Editorial Portavoz.