“No me mueve, mi Dios, para quererte
El cielo que me tienes prometido
Ni me mueve el infierno tan temido
Para dejar por eso de ofenderte.“
Así comienza el “Soneto a Cristo crucificado”, que data del siglo XVI y cuyo autor es desconocido. Pudiera haber sido, según los estudiosos de la poesía, obra de San Juan de Águila, Miguel de Guevara, Lope de Vega o de María Teresa de Calcutta, entre otras opciones.
Después de esta primera estrofa, el compositor o compositora expone las verdaderas razones por las que ama a Dios y procura no ofenderle. Razones que se resumen en el sacrificio de Jesús consumado en la cruz.
En realidad no hace falta otra razón fuera de esta. Al menos es así para aquellos que hemos internalizado (hasta donde por gracia el entendimiento humano particular pueda llegar), que ese sacrificio, sufrimiento, vía crucis y castigo fue en lugar nuestro; aplicándolo a nivel personal. Todas las demás acciones, obras y dones del Señor son extras; y el castigo del infierno pasa a un segundo plano.
El apóstol Pablo reseñó que es posible que alguno diese su vida por un justo o por alguien bueno. Mas, el grande amor de Dios se manifiesta en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros (cf. Romanos 5:7-8). Y ese amor puede ser reciprocado por los que reciben y aceptan para sí mismos ese acto de amor y gracia Divina.
Así que, tal como el escritor o escritora del famoso soneto, podemos decir que “no nos mueve, Dios, para quererte, el cielo que nos tienes prometido…”
“Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que, aunque no hubiera Cielo, yo te amara,
y, aunque no hubiera Infierno, te temiera.“
(Fragmento del Soneto a Cristo crucificado, Anónimo, siglo XVI)