
Anhela mi alma y aun ardientemente desea los atrios de Jehová; Mi corazón y mi carne cantan al Dios vivo.
Salmo 84:2 (RVR 1960)
En estos días se han difundido historias y hasta memes diciendo que a nuestros abuelos se les pidió ir a la guerra, pero a nosotros se nos pide que nos quedemos en casa.
Bueno, pues el rey David estuvo en muchas batallas y sufrió bastantes persecuciones. Y cuando estaba lejos, exclamaba cuánto deseaba estar, al menos, en los atrios de la casa de Dios.
Todavía existen guerras aunque el ruido del COVID-19 opaque las noticias. Pero literalmente todos en el Globo ahora estamos bajo la amenaza de un virus letal. Confinados a cuatro paredes, deseamos tener la libertad de volver a congregarnos, pero no podemos. No podemos ni salir a los hogares de los hermanos para compartir, en koinonía.
Por eso muchos repetimos las palabras de David: “anhela mi alma y aun ardientemente desea los atrios de Jehová” (cf. Salmo 84:2a).
Mientras se nos da luz verde para volver a reunirnos, podemos imitar en algo más al rey David. Él no pronunciaba estas palabras al aire, ni escondía sus sentimientos hacia la casa de Dios. Él lo exclamaba en su oración a Dios, lo publicó en su libro de reyes, y cantaba y alababa a Dios desde el lugar en que estuviese.
Dios no pasa por alto ninguna de nuestras penas. Dios escucha la oración y los gemidos del alma. Dios sufre ante la injusticia y el dolor, y se alegra cuando compartimos su corazón. Dios recibe la alabanza y la adoración sincera de quienes le buscan en medio de cualquier circunstancia. Y recompensa a los fieles creyentes que enfrentan las adversidades con valentía y firmeza.
Dios escucha la oración del que se humilla, y exalta al de corazón noble. Perdona al que se arrepiente y se lo pide; Dios levanta al caído que se arrastra de regreso a Él.
Y, gloria a Dios, porque en el tiempo de la gracia existe un templo, no hecho por manos humanas, que alberga el mayor tesoro de Dios y el del hombre juntos. Nuestro cuerpo es un templo para Dios, que podemos santificar, dedicárselo a Él, y mantenerlo limpio y puro en el interior, libre de enfermedades, como lo es la lepra del pecado. Un templo donde Dios puede morar y desde donde nos puede consolar, redargüir, fortalecer…
Mientras el tiempo transcurre, honremos a Dios en nuestro templo. Honremos a Dios con nuestra fe. Alabemos a Dios con nuestras voces. Que nuestras palabras, habladas y escritas, den honra al Dios nuestro.
Amén.