Encontré en mis archivos esta reflexión, la cual consideré pertinente luego de la reciente devastación causada por los huracanes Irma y María sobre Puerto Rico y otros lugares.
Sabemos que Dios no prueba más allá de nuestras fuerzas ni pide más de lo que podamos dar. Sabemos también que Él tiene disponible fuerzas y poder para aquellos que se lo piden. Sin embargo, cuando nos toca con dureza la vida, las circunstancias y las injusticias, lloramos, ya sea abierta o secretamente. Y a veces esto no es por falta de fe o conocimiento, sino, porque aún no hemos “internalizado” o aceptado para nosotros su promesa. A esto se le añade que no sabemos recibir consejos y aplicarlos, y mucho menos si vienen de aquellos que no han pasado exactamente por lo mismo.
Dios nos ubica en un tiempo, en un lugar, en una familia. Dios no nos tira en el mundo al azar. Sino que, con mucho cuidado, planificó cada etapa de nuestra vida, teniendo en consideración las malas decisiones, errores y fracasos que tendríamos en el camino, y también aquello que haríamos muy bien. Nos dio una medida de fe, un nivel de inteligencia y potencial exacto, suficiente para superar en Él cualquier situación que se nos presente.
¿Quién sufre más? ¿El que perdió a sus padres o el que es odiado por su madre? ¿El niño violado o la niña rechazada? Sólo Dios sabe. Lo que sí yo sé es que para cada uno Dios planificó de antemano la provisión, el consuelo y la fuente de fortaleza.
¿Quién podrá dejar de sufrir? He aquí un dilema. Mientras vivamos en este mundo dominado por el diablo e influenciado por los colaboradores del maligno, el sufrimiento será parte del pan diario. Jesús mismo dijo que en este mundo tendríamos aflicción (cf. Juan 16:33). Pero no se quedó ahí; dice el verso completo: “Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo.” El sufrimiento, las aflicciones, los problemas, y demás, estarán siempre presentes hasta que seamos arrebatados con Jesús (o que la muerte llegue). Pero, a diferencia de los que no tienen esta esperanza de redención, no tenemos que vivir sin paz.
Precisamente, es la falta de paz la que enferma nuestros cuerpos y aflige el alma. Y es la abundancia de paz la herramienta para combatir o confrontar la adversidad. ¿Cómo recibirla? Sobre esto hay muchos libros y mensajes, para guiarnos a recibirla hay consejeros, pastores, psicólogos y otros recursos. Pero, según mi experiencia dentro de este mundo que todos compartimos, lo más básico es creer que está disponible para uno, creer que Dios nos la quiere dar, y proponerse desarrollar una amistad genuina e íntima con Jesús, porque, después de todo, es Él quien la ofreció. Si el Maestro no nos enseña a recibirla, en vano leeremos, escucharemos, oraremos…
Yo creo que el Padre dio a Jesús para salvarme (del infierno, del pecado, etcétera); yo creo que Jesús murió para darme vida abundante (llena de paz que no depende de las circunstancias a mi alrededor, ni de la familia en que me crié, ni del dinero que tenga); y este Jesús envió al Espíritu de Verdad para que me consolara y me revelara las verdades de Él. Puedo creer que fortaleciendo mi relación de amistad con el Espíritu Santo, mi ser se llena de fuerza incomprensible frente a las dificultades cotidianas o frente a las situaciones que pueden causar emergencias emocionales. Lo puedo creer porque lo he vivido.
Los hijos de Dios tenemos fuerza disponible, lista para ser usada, si creemos y estamos dispuestos a aprender a recibirla. Y el que mejor nos puede enseñar a recibirla es el Maestro, el Consolador, mi amigo especial, el Espíritu Santo.
Por: Enid
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Publicada originalmente en diciembre 2005; revisada el 5 de diciembre de 2017, para este Blog.